¿Es beneficioso para un anciano cuidar a los nietos?

De modo imprevisto y coincidiendo con el Día de los Abuelos he tenido la oportunidad de responder a esta pregunta y a algunas otras relacionadas con el tema del cuidado de los nietos. Ha supuesto un reto para mi transmitir las pocas certidumbres que existen acerca de un tipo de relación de cuidado tan particular. Agradezco a @Nacho_Meneses la consideración de contar con mi opinión al respecto y esta publicación en la revista consumer es el resultado.

El rol de abuelo no sigue ningún patrón determinado, salvo que es más habitual en las personas mayores. Son muchos los factores a nivel individual que contribuyen a que la respuesta más intuitiva a una pregunta de este tipo sea “depende”.

La relación de cuidado que se establece se presupone satisfactoria, pero no siempre lo es. El cuidado de los nietos en el entorno familiar se asume dentro de la función protectora e integradora clásica de la familia. Este prejuicio es una limitación para relacionar determinados cambios que a veces se producen en el abuelo (cambios en el patrón de sueño, molestias digestivas, dolor, irritabilidad, mayor ofuscación) con una sobrecarga de cuidados.

Cuando el grado de satisfacción del rol de abuelo es elevado resulta una actividad muy significativa para la persona mayor. Esto supone un valor añadido en términos de salud: mayor autonomía, capacidad de gestión de problemas, adquisición de habilidades relacionales intergeneracionales, mayor integración y posibilidad de dar significado a su pasado.

El rol de abuelo como “actividad recomendada para personas mayores” no se sostiene, ya que como hemos visto no resulta significativa para todos. Los factores que a nivel individual contribuyen a explicar el valor de la actividad son múltiples y heterogéneos. También influyen los cambios sociodemográficos, la mayor dispersión familiar, determinantes culturales, roles de género en evolución o el uso de las guarderías.

La claves es individualizar las recomendaciones en las personas mayores siendo la autonomía y la calidad de vida los objetivos principales.

Glosario para cuidadores de pacientes con demencia (I)

Tradicionalmente se ha dicho que la letra de médico es difícil de entender… realmente lo importante no es lo que escribimos en una hoja de consulta o receta, que puede ser más o menos legible; lo importante es lo que decimos al paciente y su familia. No sólo lo que decimos, también lo que no decimos y lo que transmitimos sin hablar. Pero en esencia, la clave está en lo que el paciente y cuidador consiguen entender.

Cuando alguien tiene a su cargo a un familiar con una enfermedad crónica aparece ante sus ojos un nuevo mundo. Un mundo de responsabilidad en un campo que probablemente no haya pisado nunca, en el que debe tomar decisiones que, aunque simples, implican dudas y miedos. Cuando la enfermedad que ha sido diagnosticada es una demencia y si ésta se encuentra en fase algo avanzada, el peso de las decisiones recae con más fuerza sobre el cuidador.

Cuestiones de autocuidado que el paciente ya no puede realizar, como la alimentación, el baño o el aseo personal requieren unos mínimos conocimientos e infraestructura básica que muchas veces el cuidador desconoce. Existen publicadas numerosas guías (reseñamos algunas editas por diferentes comunidades autónomas como la Guía para familiares de Enfermos de Alzheimer y la Guía visual para cuidadores no profesionales) que pretenden instruir, de forma básica pero segura, sobre aspectos relacionados con el cuidado de pacientes con demencia y/o dependencia física.

En cuanto a aspectos de evolución de la enfermedad, la terminología que usamos los médicos a la hora de transmitir diagnósticos, tratamientos o recomendaciones es compleja. En términos generales, como en cualquier proceso de comunicación, se deben dar instrucciones claras y atender a lo que el receptor realmente está entendiendo. Y también importante es establecer una vía para solucionar dudas puntuales que dé un punto de seguridad y certeza al cuidador.

En esta primera entrega del glosario para cuidadores de pacientes con demencia pretendemos ofrecer una descripción, menos académica y más entendible, de algunos términos y conceptos relacionados con síntomas y tratamientos que pueden aparecer en algún momento en la conversación con los profesionales o en informes médicos de un paciente con demencia. Entendemos que la familiarización del cuidador con estos términos favorece la comprensión de algunas situaciones que probablemente se darán a lo largo de la enfermedad.

1.SÍNTOMAS CONDUCTUALES Y PSICOLÓGICOS DE LA DEMENCIA. Conocidos con las siglas SCPD, se refieren de forma genérica a un conjunto heterogéneo de reacciones psicológicas, síntomas psiquiátricos y comportamientos anómalos que se presentan en los pacientes con demencia. Tienen un importante impacto en el curso de la enfermedad y, en general, puede afirmarse que todos los pacientes presentarán algún tipo de SPCD en un momento u otro del curso de la demencia. Su presencia se relaciona con peores resultados de salud: necesidad de ingreso en residencia, sobrecarga del cuidador o frecuentación de urgencias.

Son muy heterogéneos y una correcta caracterización es de gran ayuda para la persona mayor con demencia y su entorno, ya que permite un abordaje más individualizado e integrador. De hecho, se incluyen dentro de los SCPD desde los delirios, alucinaciones, agitación o agresividad hasta la apatía, depresión o vagabundeo; cada uno de ellos con pronóstico y necesidades diferentes.

Describimos algunos de los que más dudas generan y más confusos resultan:

  • AGITACIÓN: estado de alteración de intensidad variable que lleva asociada inquietud a nivel físico. Los pacientes tienden a moverse sin finalidad alguna o caminar sin un objetivo concreto. Sus respuestas verbales son imprevisibles para el cuidador y habitualmente con un tono y de una temática fuera de lo habitual. La persona mayor transmite angustia y tensión interna y no puede concretar con palabras lo que le sucede.
  • AGRESIVIDAD: suele aparecer junto con agitación, aunque no necesariamente. Puede entenderse como una conducta física o verbal que daña o destruye. Puede estar dirigida hacia uno mismo (autoagresividad) o hacia una tercera persona (heteroagresividad).
  • ALUCINACIONES: se trata de un fenómeno por el que la persona tiene percepciones a través de la vista, oido, olfato o tacto y esas sensaciones no son percibidas por nadie de su entorno. Lo más frecuente en la demencia son las alucinaciones visuales. Son situaciones muy llamativas y que pueden generar mucha angustia en la persona mayor. También crean estupor y congoja en el cuidador. Si se cuestionan, la persona que las sufre sostendrá firmemente su percepción como real.
  • APATÍA: se trata de un reducción persistente y significativa de la motivación de modo que la interacción de la persona con el medio se reduce. Responde de manera indiferente a estímulos de cualquier tipo. Puede formar parte de síntomas de un episodio depresivo o relacionarse directamente con una demencia. Es importante conocer el origen de la apatía ya que el tratamiento es diferente. De hecho, los medicamentos antidepresivos (en su mayoría) pueden empeorar la apatía si no se trata de un síntoma de depresión.
  • DELIRIO: se trata de un fenómeno en el que un paciente sostiene con certeza absoluta afirmaciones que son discutibles. En la temática al persona mayor se sitúa como protagonista de una situación de ruina o de sentirse perseguida. Aunque en un contexto no médico delirar se identifica con situaciones extravagantes, habitualmente la temática es absolutamente verosímil y lo que llama la atención es la firme convicción acerca de lo que se sostiene. Intentar disuadir a la persona que delira cuestionando la versión que mantiene tiende a producir enfado en quien delira y frustración en quien lo intenta. Es una situación grave por lo imprevisible de la reacción de los pacientes y la angustia que genera también en quien lo observa.

2. TRATAMIENTO. Existen diferentes grupos de fármacos que se usan en los pacientes con demencia. Algunos van dirigidos al manejo de síntomas otros a tratar la demencia en sí y otros que en algún momento pueden ser necesarios de forma complementaria o para tratar algún proceso intercurrente. Ninguno de estos grupos farmacológicos es homeopático ni se trata de complejos nutricionales, que ya han demostrado no prevenir ni tener utilidad a nivel terapéutico. Por tanto, los fármacos usados tienen efectos adversos a tener en cuenta que en ocasiones obligan al médico a suspenderlos.

  • FÁRMACOS ANTIDEMENCIA (ANTICOLINESTERÁSICOS y MEMANTINA):  actualmente constituyen el tratamiento específico disponible para la demencia, pero sus resultados son controvertidos y dependientes de muchos factores. Es un tratamiento sintomático ya que no hace que desaparezca la enfermedad, pero parece que podría modificar su evolución frenando síntomas cognitivos, reduciendo carga de cuidados y atenuando los síntomas no cognitivos. Dentro del grupo de los anticolinesterásicos se encuentran el donepecilo, la rivastigmina y la galantamina, y en general están indicados en las fases leves y moderadas de la demencia (no en todos los tipos de demencia y alguno de ellos con mejores resultados en tipos concretos de demencia). La memantina está indicada en fases moderadas y graves de la enfermedad.
  • FÁRMACOS ANTIPSICÓTICOS: se trata de un grupo heterogéneo de fármacos con un perfil de efectos secundarios muy a tener en cuenta. Están indicados en situaciones graves de descompensación cuya causa no pueda relacionarse con un proceso diferente a la demencia, y en las que la persona mayor presente sintomatología psicótica (delirios, alucinaciones) y/o agresividad con importante repercusión en lo emocional y en su conducta. Dado el perfil de efectos adversos, la recomendación es que el tratamiento se realice con la mínima dosis necesaria y el menor tiempo posible. Los más utilizados son haloperidol, risperidona, quetiapina, olanzapina o aripiprazol. Entre ellos existen diferencias en cuanto a cómo actúan, las interacciones con otros medicamentos y los efectos secundarios. De ahí que sea absolutamente necesario individualizar su indicación y estrechar el seguimiento con posterioridad. La realidad es que la prescripción inadecuada de los fármacos antipsicóticos está extendida, tanto en su uso en casos en los que no es necesario como en la limitación de su uso en los momentos en los que sí estarían indicados.

Síndrome confusional agudo en ancianos

Cuando una persona mayor, ya sea durante un ingreso hospitalario o en su domicilio, sufre un cambio brusco en su autonomía sólo hay una respuesta posible: su edad no lo explica.

Si el empeoramiento más llamativo tiene que ver con la capacidad mental, aparece la confusión. Hablaremos en esta entrada del síndrome confusional agudo (conocido también como delirium o cuadro confusional) que ocurre en el anciano, pero también de las confusiones habituales relacionadas con esta situación clínica.

El delirium es una alteración del estado mental que aparece en poco tiempo (unas horas o pocos días) y cuya gravedad fluctúa a lo largo del día (suele ser mayor por la noche). Es un claro cambio respecto a la situación previa de la persona mayor.

Es necesario que el paciente tenga dificultades, de nueva aparición, para dirigir, centrar, mantener o desviar la atención, así como alteraciones de la conciencia. A la persona mayor le cuesta seguir el hilo de una conversación, se obstina con aspectos concretos de algo y no es posible reconducirla. Tiene un nivel de alerta alterado. Hay momentos en los que es difícil despertarla, o que reaccione a determinados estímulos; y cuando lo hace, puede no tener claro dónde se encuentra ni la fecha en la que vive. Pero la desorientación no es lo determinante. La atención, más que la desorientación es realmente la clave.

Si existe un síndrome confusional, muy probablemente habrá otras capacidades mentales alteradas; ya sea la memoria, el lenguaje o el modo de percibir el entorno (a veces la persona mayor ve objetos o personas que no están, o identifica como conocidos o desconocidos a personas que realmente no lo son). El anciano puede estar más inquieto o agitado y realizando acciones sin una finalidad concreta, situación que genera mucha alerta y puede facilitar su identificación. Otras veces se encuentra más aletargado y está menos pendiente de lo que ocurre a su alrededor; esto no genera tanta alarma y se puede confundir con somnolencia por otra causa y precisamente por eso puede resultar peligroso.

No es necesario realizar ninguna prueba complementaria específica para diagnosticar un síndrome confusional. De hecho, la referencia para el diagnóstico es la evaluación por parte de personal sanitario cualificado.

Uno de los grandes obstáculos en el diagnóstico del delirium es no pensar en él como una posibilidad. Una máxima en Medicina es que lo que no se piensa no se puede diagnosticar. Y esto ocurre en el síndrome confusional agudo, que pasa desapercibido en muchas ocasiones o bien no se recoge en el informe médico; está infradiagnosticado. Esto es bastante relevante ya que se trata de una situación clínica de gran impacto en la persona mayor que la padece y con consecuencias inmediatas, pero también a medio y largo plazo.

Es raro que un síndrome confusional suceda en el domicilio (menos de un 5% de los casos), pero si aparece es motivo para consultar de modo urgente. En los ancianos hospitalizados puede ocurrir hasta en la mitad de los casos. Pero ni el hecho de ser anciano ni la hospitalización per se lo explican. Como solemos insistir, la edad en si misma explica pocas cosas en el caso de los ancianos en cuestiones de salud.

En el caso de ancianos hospitalizados, hay determinadas unidades hospitalarias en las que el delirium ocurre con más frecuencia:

  • los servicios de urgencias
  •  las unidades de cuidados intensivos
  •  las plantas de cirugía tras una intervención quirúrgica
  •  las unidades de cuidados paliativos

Este dato nos da una medida indirecta de mucho interés; el motivo de ingreso es importante. No tiene el mismo impacto sobre una persona mayor una cirugía que una infección de orina. Ya tenemos una variable añadida al binomio anciano y hospital.

Y puesto que no todos los ancianos hospitalizados que ingresan en estas unidades (u otras) desarrollan un delirium por el mero hecho de estar ingresados veamos qué factores de riesgo existen para detectar a personas mayores con más vulnerabilidad o riesgo de desarrollar un delirium:

  • demencia o deterioro cognitivo previo
  • deterioro funcional
  • deterioro visual
  • historia de abuso de alcohol
  • enfermedades previas tipo ictus (infartos cerebrales)
  • depresión
  • haber presentado un delirium con anterioridad

De aquí podemos inferir que el impacto que un mismo proceso médico tiene en cada anciano se relaciona con su vulnerabilidad individual, la cual viene determinada, entre otros, por estos factores de riesgo que acabamos de comentar.

Conocer y sospechar un delirium es importante ya que es prevenible en un 30-40% de los casos. También es relevante conocer que la presencia de delirium se asocia con mayor mortalidad, con deterioro cognitivo y deterioro funcional, así como con un mayor riesgo de un nuevo ingreso hospitalario.

Si se trata de algo tan frecuente, además prevenible en muchos casos y relacionado con resultados de salud tan nefastos, ¿cómo es posible tanta confusión sobre este tema?

Creemos que las dificultades para detectar el delirium, que las hay, no son tan relevantes para responder a esta pregunta como que se trata de una situación cuya causa es el resultado de muchos factores. Algunos están relacionados con la persona mayor y su situación previa, otros con el motivo de la hospitalización y otras con las condiciones en las que se desarrolla el ingreso (por eso es tan importante conocer qué NO hacer durante un ingreso hospitalario de un anciano).

Hay muchos de estos factores que podemos controlar y sobre los que podemos intervenir, otros no. Esto es una tarea ardua, que va más allá de una intervención individual y que implica un modelo de trabajo inter y multidisciplinar complejo para articular de inicio. Sin embargo, los resultados son espectaculares en cuanto a su prevención si se toman medidas. No son útiles las medidas aisladas. Tampoco las pastillas. Y esa complejidad lo dificulta.  

Considerar el delirium como un indicador de calidad y seguridad del paciente en términos de gestión sanitaria ha contribuido a mejoras a nivel asistencial. Ha permitido la creación de programas multidisciplinares de detección y alguno de prevención, logrando la implicación y participación de todo el personal sanitario en su implementación y mantenimiento.

El delirium es una urgencia sanitaria. Y genera confusión. Ojalá no hayamos contribuido a aumentarla.

Suicidio en ancianos

Manuel tiene 67 años. Ahora vive solo. Un infarto rompió sin preaviso 45 años de convivencia con Francisca; ella era su plan de jubilación, su vida. Justo ocurrió cuando empezaban a rellenar juntos todas esas horas que antes pasaba trabajando en el taller. Él iba a comprar y ella cocinaba. Paseaban juntos. Mientras él veía el fútbol, ella leía. Ahora su hija está muy pendiente. Llama a todas horas y va a visitarle cuando puede. Sus nietos están en mala edad, pero se preocupan. Esta sensación de estar perdido no le es del todo desconocida; cuando a los 40 años cambió de trabajo estuvo una temporada de baja; estaba nervioso y preocupado. Se le fue la mano con el vino. Ahora está agotado, se levanta cansado y todo le cuesta. Los vecinos le dicen que tiene mala cara. La artrosis también le ha echado años encima y cada vez necesita más pastillas para los dolores y usar bastón de vez en cuando. Y piensa que tiene que salir de esta, que no quiere tener que mudarse al barrio en el que vive su hija.  

Ésta, como otras muchas, son historias que ocurren y nos rodean. Contextos que pueden detectarse y sobre los que merece la pena prestar atención. Soledad y suicidio planean entre líneas.  

Ambos fenómenos pueden ocurrir en personas mayores pero su relación no es causal. Intuitivamente podemos vincular ambos conceptos, sobre todo al hilo de determinadas noticias en la prensa general o de historias como la de Manuel. Pero el suicidio no se explica por la soledad, ni la soledad lleva al suicidio. Algo que tienen en común ambas es que empiezan por “s”, al igual que sufrimiento. Y éste es relevante y puede aliviarse.

La soledad es constitutiva incluso de un Ministerio en Gran Bretaña y su invisibilidad genera noticias que nos remueven emocionalmente. Pero hasta ahí. Luego ya seguimos con nuestras ocupaciones. Todas ellas absolutamente relevantes hasta que nos topamos directa o indirectamente con historias como la de Manuel. Y ahí conocemos el caos, las contradicciones y algunos contrasentidos en todo lo que se refiere al suicidio. Las falsas creencias amparadas en el pensamiento mágico recorren zonas donde la prevalencia de suicidio es mayor.

El abordaje del suicidio en ancianos, al igual que en otras franjas de edad, empieza por entender que es algo real y que por no hablar de ello no va a dejar de suceder en determinadas personas.

Sí, preguntad por ello. Sin cortapisas. También los familiares. Los pensamientos acerca de quitarse la vida aparecen como expresión de un sufrimiento que puede estar en el marco o no de una enfermedad mental. Y a eso hay que darle voz; primero en forma de historia y luego consultar con personal sanitario. La enfermedad mental no es suficiente por sí sola para explicar el proceso (nada lo es a título individual) y hay que considerarla en conjunto con otros factores de riesgo. Los datos reales de suicidios en personas mayores son complejos de obtener. La intención de morir no siempre puede constatarse y se registran como muertes accidentales. La poca difusión de estos datos, más allá del conocido y muy nombrado efecto Werther va en la línea del desamparo institucional y político ya denunciado y realmente se trata de la causa de muerte no accidental más frecuente en determinados grupos de edad.

Sabemos que a medida que se cumplen años aumenta el riesgo de suicidio. Sabemos que los hombres mayores se suicidan más que las mujeres. También aquellos que tienen antecedentes familiares de suicidio.

Existen numerosos factores de riesgo descritos de suicidio en el anciano, de tipo social, relacionados con enfermedad médica o mental. Es importante resaltar que ninguno de estos factores por separado ni la confluencia de varios en un mismo momento vital, permiten estimar el riesgo individual de una personal mayor para suicidarse. Sin embargo, pueden ponernos en alerta, considerar el suicidio y preguntar abiertamente por ello.

SOLEDAD Y AISLAMIENTO

Como hemos visto, la soledad o el aislamiento en sí mismo no constituyen un motivo de suicidio pero en situaciones en las que se produce un cambio brusco, como una viudedad u otros duelos, el riesgo aumenta significativamente. También cuando alrededor de la persona mayor no hay figuras significativas o su integración social es escasa.

ENFERMEDAD, DEPENDENCIA FUNCIONAL Y DOLOR

La presencia de una enfermedad en la que la autonomía se ve comprometida y la persona mayor requiere de ayuda para la realización de determinadas actividades constituye también una situación de riesgo. También aquellas enfermedades que condicionan dolor y deterioro.

DESESPERANZA E IMPULSIVIDAD

La combinación de desesperanza e impulsividad son factores determinantes en los intentos de suicidio. La desesperanza puede ser una vivencia coyuntural y reactiva, o formar parte nuclear de un episodio depresivo grave.  La impulsividad puede ser mayor con el consumo de sustancias, habitualmente alcohol en este rango de edad, o con un cambio en el descanso nocturno. También puede relacionarse con una merma cognitiva, acompañada de dificultades para organizar información y llevar a cabo tareas que antes eran habituales.

TODO LLEVA AL SUFRIMIENTO

La complejidad del fenómeno aumenta a medida que se desentrañan los factores que de un modo u otro están relacionados. Desde un punto de vista psicogeriátrico, el nexo de unión de todos estos aspectos es el sufrimiento y sin ánimo de psicologizarlo ni psiquiatrizarlo, tenemos que abordarlo.

Debemos desechar totalmente argumentos paternalistas o empáticos “yo lo entiendo, si me viese en esa situación a su edad….” que no se sostienen profesional ni deontológicamente. Es una forma de edadismo. Estas posturas pueden poner en riesgo una correcta valoración del caso.

Consideremos el suicidio, al menos en las situaciones de riesgo descritas, y preguntemos por ello. A través de indagar acerca de la muerte, por ejemplo, o preguntándolo directamente. Constituirá el punto de partida de una relación terapéutica diferente (aunque la respuesta sea NO) y que permitirá la toma de decisión más adecuada para la atención de la persona mayor en situación de riesgo.

¿La discriminación por edad tiene nombre?

Edadismo o ageísmo

Hace ya unas cinco décadas que se empezó a usar este termino que hace referencia a la discriminación por edad hacia las personas mayores. El concepto engloba prejuicios, actitudes y prácticas en diferentes ámbitos, incluido el institucional, contra este grupo de edad.

Utilizar la edad a modo de descalificativo es un recurso habitual. Y no solamente en personas mayores. “Estás mayor para hacer esto” es algo que cualquier adulto oye cuando alguien entiende que lo que está haciendo sobrepasa sus posibilidades.

En los primeros años de vida hay unos hitos del desarrollo son relevantes para detectar problemas en el desarrollo neurocognitivo y psicomotor del niño. A partir de ahí, factores de tipo familiar, cultural, determinantes educativos y sociales, entre otros, cobran importancia y marcan los diferentes ritmos del desarrollo de cada infante. Ya no es tan útil realizar comparaciones sólo por la edad. Y eso se mantiene hasta que nos morimos.

Sin embargo, ya desde la madurez los prejuicios invaden determinadas edades: “la crisis de los 40”, “a la vejez, viruelas”…  cuando realmente la edad biológica es una cifra que no explica absolutamente nada a nivel individual. Las experiencias de convivencia con familiares o allegados mayores alimentan nuestra imagen previa de un octogenario. Y esas son absolutamente unipersonales. Luego están los estereotipos, las generalizaciones o simplificaciones en las que se incurre habitualmente y que son las que se visibilizan. “A los 80 ya no se conduce” “A los 90 se te va la cabeza” “A los 70 no se puede llevar una empresa”…

La última etapa de la vida es muy complicada de definir. La variedad, más que las semejanzas, caracteriza a las personas mayores y no hay pautas claras y distinguibles de envejecimiento. De ahí que no haya nada más diferente a alguien de 85 años que otra persona de 85 años.

Cumplir años es un fenómeno universal, nos incumbe a todos y cada uno de nosotros y en algún momento todos nos preguntamos cómo envejeceremos. En esa imagen mental que nos formamos aparece, además de la muerte, la enfermedad. Y también los médicos. Ocurre que a ciertas edades (por ejemplo, octogenarios) es más probable que aparezcan determinadas enfermedades, pero eso no convierte a toda persona mayor de ochenta años en un enfermo.

Desde la perspectiva del modelo médico, la asociación entre edad y enfermedad es tal que en muchas ocasiones la persona mayor es atendida como un compendio de enfermedades y un sumatorio de medicamentos. Decía W. Osler, médico canadiense, que “es mucho más importante saber qué tipo de paciente tiene una enfermedad que qué clase de enfermedad tiene un paciente”. Y esto lamentablemente se ha quedado en algo teórico. Más si cabe en un sistema que evoluciona hacia considerar cliente al paciente.

De ahí que continuemos teniendo ejemplos de discriminación por edad en el mundo sanitario, por ejemplo:

No incluir a mayores de “una cifra cualquiera a partir de los 65” en los estudios.

No incluir a personas mayores de cierta edad como beneficiarios de diferentes técnicas o intervenciones médicas.

O a viceversa, considerar que a partir de determinados años sólo puede ingresar en un centro determinado.

No se trata de negar u ofrecer irremediablemente una opción a alguien por tener una determinada edad, se trata de valorar individualmente la capacidad, funcionalidad y deseos de cada individuo, entre otras muchas cosas, para tomar conjuntamente la mejor decisión posible.

La edad biológica no debería condicionar nada a nivel individual. Y sin embargo como podéis leer, lo hace. Y tiene un nombre: edadismo o ageísmo.

Hablemos de demencia

Un tema fundamental para muchos familiares, cuidadores y pacientes es saber exactamente en qué consiste y qué supone un determinado diagnóstico. Si el diagnóstico es el de demencia, comprender lo que hay detrás de esa palabra no es fácil. 

Cuando coloquialmente se habla de demencia no siempre nos referimos a lo que realmente es esta enfermedad. Términos como demente o demencial se relacionan con situaciones extravagantes que se alejan de lo cotidiano y que muchas veces recordamos de personajes literarios o del cine.

Esencialmente la demencia es el progresivo deterioro de algunas de las habilidades mentales de un individuo. Este deterioro provoca un cambio en las capacidades de la persona que se refleja en una menor autonomía y una mayor necesidad de supervisión y de cuidados. Aparecen también cambios en el comportamiento que no tienen que ver con la personalidad previa de la persona. La evolución de la enfermedad es lenta y pasa habitualmente desapercibida para quien la padece. No así para los familiares o amigos que se convierten en una pieza clave para su detección.

Realizar un diagnóstico de demencia tiene algunas peculiaridades. Una de las más importantes es que no hay una prueba que indiscutiblemente nos dé el diagnostico, es decir, no hay ninguna analítica, prueba de imagen o de otro tipo que nos verifique que alguien tiene o no tiene una demencia. La demencia es un diagnóstico clínico por lo que una valoración completa del paciente y las aportaciones del familiar o cuidador son herramientas clave.

La demencia afecta fundamentalmente a ancianos, aunque hay algunos tipos que comienzan a edades más tempranas e incluso en personas relativamente jóvenes. La investigación en cuanto al origen de la demencia y qué probabilidades hay de padecerla aún no es clara, sabemos que hay un componente hereditario en muchos casos y sobre este hecho se ha puesto el foco de la investigación en los últimos años.

Que la prevalencia de la demencia aumenta con la edad es un hecho indiscutible. Hay más porcentaje de personas con 80 años que tienen un diagnóstico de demencia que a los 50 años. Esto no significa que sea lo habitual a edades más tardías, lo normal es que alguien con 80 años no tenga una demencia. En España, el porcentaje de ancianos con más de 80 años que tiene diagnóstico de demencia es de aproximadamente el 20%.

Según el tipo de habilidades mentales afectadas y su grado, la velocidad con la que se pierden, y otros cambios a nivel de habilidades físicas y de comportamiento, las demencias pueden clasificarse en diferentes tipos. La más conocida es la enfermedad de Alzheimer, pero no es la única. De hecho, se discute que sea la más frecuente, aunque es sin duda la más conocida.

Más allá de estas consideraciones, en los últimos años han cambiado muchos aspectos relacionados con la demencia:

El momento del diagnóstico, que es cada vez más precoz.

El modo en el que se hace el diagnóstico, con valoraciones más completas y pruebas que permiten descartar otras causas de los síntomas.

Hay más alternativas de tratamiento, no solamente para enlentecer el curso de la demencia, sino también para tratar los síntomas psicológicos y conductuales que ocurren a lo largo de la enfermedad.

La consideración de las necesidades de la persona con demencia, que como hemos comentado pierde autonomía y precisa de mayor supervisión.

La visibilización de la figura del cuidador, no sólo como persona clave en el diagnóstico al aportar información muy relevante, sino también en el proceso de cuidar. La formación e información, además de las ayudas, son claves para cuidar al cuidador, y por ende a la persona con demencia.

Desgraciadamente lo que no ha cambiado es que no disponemos de un tratamiento que revierta completamente los efectos de la demencia. Por lo tanto, el papel de los profesionales sanitarios en general y el nuestro como médicos especializados en este tipo de pacientes es el de ofrecer un abordaje centrado en el enfermo, más allá de la demencia, abarcando todos los aspectos médicos relacionados e intentando aportar calidad de vida a lo largo de todo este proceso.

Entrevista al Dr. Eduardo Delgado

Hemos tenido la oportunidad de hablar de Psiquiatría Geriátrica en una entrevista en esRadio. Espacios de divulgación sobre este campo acercan a la población nociones de un modelo de trabajo diferenciado y altamente especializado.

esRadio – Es la mañana, con Federico Jiménez Losantos

(Pulse el botón para escuchar la entrevista)

Federico Jiménez Losantos, junto con los doctores Eduardo Delgado y Enrique de la Morena.

No solo abordamos la problemática de las patologías específicas de la salud mental en la tercera edad, sino que también tratamos la importancia de una correcta asistencia, y del entorno del paciente. El conocido síndrome del cuidador fue otro de los puntos que se trataron en el coloquio.

La figura del cuidador es una de las herramientas de diagnóstico más importante para detectar una enfermedad ya que generalmente ésta se manifiesta por una pérdida de autonomía y el cuidador es quién puede detectarlo.

Atribuir a la edad lo que le ocurre a la persona mayor es lo que comúnmente se llama Ageísmo (que es un préstamo del término inglés ageism, que en 1968 se utilizó por primera vez para referirse a la discriminación por razón de edad, y más específicamente a la que sufren las personas mayores).

«El mero hecho de cumplir años no explica que el paciente pierda autonomía» (Doctor Delgado Parada)

Si bien los pacientes mayores con enfermedad mental están atendidos gracias a nuestro sistema sanitario, no siempre lo están de la manera más correcta. El valor añadido diferencial que aporta una formación específica en geriatría tiene repercusión en la evolución de la persona.

El cuidador, una figura oculta

Los cambios en la autonomía personal de los pacientes son lo paradigmático de la enfermedad mental en el anciano. A medida que la enfermedad avanza necesita ayuda o al menos supervisión para realizar tareas básicas o de autocuidado. Según diversos estudios, en España esta tarea recae mayoritariamente en el entorno familiar, particularmente en una mujer, que se convierte en la cuidadora principal y muchas veces en la única. Esta cuidadora suele, además, compaginar las labores de cuidado del familiar enfermo con otras tareas (en el hogar o trabajando fuera del domicilio) y sólo una minoría recibe ayuda institucional.

El cuidador asume paulatinamente tareas cada vez más complejas careciendo de formación específica para ello. Por regla general, no recibe mucha información al respecto de lo que le ocurre a su familiar. Esto supone una sensación mantenida de ausencia de control sobre la situación.

La prestación de cuidados puede tener un impacto negativo en la salud del cuidador. Esto se conoce como el síndrome del cuidador o sobrecarga del cuidador. Abarca un gran número de síntomas que afectan a todas las áreas de la persona y con repercusiones médicas, sociales y económicas negativas en el cuidador. Y lo más importante, la relación con el familiar al que cuida cambia.

Según se extrae de trabajos realizados, los cuidadores no se cuidan. Acuden muy poco a su médico y tienden a utilizar diversas medicaciones sin prescripción médica, como fármacos para el dolor o para la ansiedad. La atención sanitaria se centra habitualmente en el anciano, identificado como el enfermo, y no en ellos.

Se trata de un colectivo vulnerable y además, oculto. Desde el punto de vista de una atención psicogeriátrica consideramos que el cuidador de un paciente precisa formación e información, aunque no exista una petición espontánea explícita por su parte. La rentabilidad de esta mirada hacia el cuidador tiene un enorme impacto en la salud del enfermo. Un cuidador informado y cuidado, cuida mejor.

Para los que quieran leer algo más técnico sobre el tema y centrado en cuidadores principales de ancianos con demencia, podéis acceder a este artículo escrito por el Dr. Delgado y colaboradores hace unos años….   

¿Qué es la psicogeriatría?

En esta primera entrada queremos, a modo de presentación, profundizar algo más en el concepto de Psiquiatría Geriátrica. Haremos un pequeño recorrido histórico y una fotografía de la situación en nuestro país, resaltando la desproporción entre la cantidad de personas mayores con enfermedad mental y la escasa presencia en el Sistema de Salud de unidades específicas y profesionales formados en estas áreas.

Breve recorrido histórico

La psicogeriatría fue reconocida como subespecialidad en 1989 en el Royal College of Psychiatrists en Londres y el National Health Service (NHS) la incorporaba entonces a sus programas asistenciales. Sólo unos años antes, en Estados Unidos, se creaba la American Association for Geriatric Psychiatry. También durante este período instituciones como el National Institute of Mental Health (NIMH) estadounidense o la Organización Mundial de la Salud (OMS) establecían programas específicos para el estudio de la enfermedad mental en la vejez.

¿Cómo estamos por aquí?

En nuestro país, la psicogeriatría está poco desarrollada. Se reconoce a la Psiquiatría Geriátrica como un área de subespecialización dentro del período de formación de la especialidad de Psiquiatría, pero el currículum no está aún definido y apenas existen unidades docentes que oferten un programa estructurado, siendo para los médicos habitual la formación autodidacta o en el extranjero. Tampoco existen puestos académicos ni asistenciales dedicados a la Psiquiatría Geriátrica en la mayoría de los servicios de Psiquiatría, estando todavía en proceso de reconocimiento entre las muchas áreas de necesidades asistenciales específicas del paciente anciano.

¿Es realmente necesaria?

La necesidad de una atención psiquiátrica específica de pacientes geriátricos no sólo se justifica desde los datos demográficos de la actualidad. Los dispositivos de atención especializada ya en funcionamiento han demostrado eficacia en todos los niveles asistenciales (hospitalario, ambulatorio…) consiguiendo resultados óptimos en cuanto a precisión diagnóstica y mantenimiento de autonomía de los pacientes.

No podemos obviar los datos demográficos de la pirámide poblacional y tampoco los datos asistenciales que sitúan a los ancianos como el grupo de edad que hace un mayor uso de los recursos sanitarios. Los servicios sanitarios y sociales no han sido inmunes a estos cambios, aunque las estrategias para afrontarlos no han sido homogéneas, tanto a nivel de atención especializada al anciano en general como en Psiquiatría Geriátrica en particular. No hay, por tanto, en nuestro país una asignación adecuada de recursos a la magnitud de cifras impuesta por la propia demografía y la demanda asistencial.

La realidad asistencial es que hay un creciente número de ancianos con un perfil psicogeriátrico en la mayoría de las consultas de Psiquiatría, así como en las de otros especialistas (neurólogos, internistas, geriatras, atención primaria). Estos pacientes presentan retos diagnósticos y terapéuticos concretos y específicos a los que habría que dar una respuesta cuidadosa y eficaz.