Envejecer

«A lo largo de los siglos, el hombre ha combatido en guerras heroicas; en el siglo XXI, la lucha contra la muerte cobra otra forma, la de un tipo en pantalón corto saltando la comba»

F. BEIGBEDER

El enigma de la longevidad sería el epígrafe simbólico que subyace la propuesta de la Organización Mundial de Salud (OMS) de considerar el envejecimiento como un estado patológico. Geriatras y sociedades científicas lo refutan en artículos de opinión como este de un modo vehemente. “Old age is not a disease”; “elemento de discriminación etaria”; “afirmar lo contrario sólo indica ignorancia o pereza mental”

Las aportaciones y recomendaciones desde la neurociencia para un envejecimiento saludable así como historias kafkianas de búsqueda de respuestas al enigma de la inmortalidad pincelan el afán de rotular como exitoso un determinado trayecto cumpliendo años. Esta categorización bastante establecida, que define como exitoso o saludable aquel paso del tiempo alejado de enfermedades, factores de riesgo y de dependencia tiene límites bien difusos. Y diría que es, además, el punto de partida para la posterior consideración de lo etario como un estado patológico per se. Un arrebato de globalización inclusivo.

Ciertamente hay muchos factores con implicaciones causales en una enfermedad pero la selección de la causa nuclear la establece quien la define. En este caso, la navaja de Ockham sitúa a la edad en primer plano. Y esto tiene implicaciones, que van desde la rentabilidad a un peligro inminente. A propósito de la edad se mercantilizan inverosímiles propuestas “antiageing” o se esgrimen argumentos edadistas.

Las recomendaciones para un envejecimiento saludable son similares a las dadas para la prevención de enfermedades concretas, por ejemplo, la demencia. Eso también facilita señalar la edad como estado patológico a prevenir.

Algunas de estas recomendaciones, como comer menos de modo alternativo o hacer ejercicio (aeróbico) de modo regular, brindan una excelente oportunidad a la monetización del “no envejecer” a través de suplementos nutricionales y programas de entrenamiento y nutrición variopintos. Otras, más relacionadas con aspectos emocionales, derivan en soflamas de psicología positiva y preconizan estándares universales de gestión emocional al amparo de la industria del coaching.

 “La medicina ha prolongado nuestra vida, pero no nos ha facilitado una buena razón para seguir viviéndola»

M. DELIBES

Envejecer es un proceso complejo, asincrónico y diverso. Universal también, como cualquier otra etapa de la vida, diferencial y dinámico.

A cualquier edad aleatoria dentro del grupo etario “persona mayor” ocurren cambios en toda variable biopsicosocial que midamos. Así es la vida. Intervenir sobre alguna de esas variables no siempre supone un beneficio global significativo ni relevante para una persona en concreto.

En general las recomendaciones de salud en personas mayores van en dos líneas:

  • Maximizar la reserva cerebral, cuanto antes mejor, en la línea de la estimulación cognitiva, física y social, el control emocional y la educación.
  • Minimizar el daño cerebral: controlar factores de riesgo vascular (hipertensión arterial, dislipemia, diabetes), evitar traumatismos craneoncefálicos.

En todo caso, este afán de homogeneizar individuos saludables con recomendaciones por edad es un esfuerzo vacuo: son personas que no se asemejan en nada más que en los años que tienen.

Luego sucede que las medidas de salud autopercibidas o de calidad de vida no siempre van en la línea de la carga de enfermedad (la edad en este caso). Y es en ese momento cuando la medicina basada en la evidencia- de enfermedad– cae en la cuenta del enfermo, la persona mayor según la OMS.

Ciertamente es universal cumplir años, también jubilarse y enfermar. Y cada uno lo hace de un modo concreto y no siempre en el mismo momento. También lo es la muerte.

Y en esa lucha contra la muerte y el envejecimiento, queda (parafraseando de Beigbeder), un tipo en pantalón corto saltando a la comba.


¿La discriminación por edad tiene nombre?

Edadismo o ageísmo

Hace ya unas cinco décadas que se empezó a usar este termino que hace referencia a la discriminación por edad hacia las personas mayores. El concepto engloba prejuicios, actitudes y prácticas en diferentes ámbitos, incluido el institucional, contra este grupo de edad.

Utilizar la edad a modo de descalificativo es un recurso habitual. Y no solamente en personas mayores. “Estás mayor para hacer esto” es algo que cualquier adulto oye cuando alguien entiende que lo que está haciendo sobrepasa sus posibilidades.

En los primeros años de vida hay unos hitos del desarrollo son relevantes para detectar problemas en el desarrollo neurocognitivo y psicomotor del niño. A partir de ahí, factores de tipo familiar, cultural, determinantes educativos y sociales, entre otros, cobran importancia y marcan los diferentes ritmos del desarrollo de cada infante. Ya no es tan útil realizar comparaciones sólo por la edad. Y eso se mantiene hasta que nos morimos.

Sin embargo, ya desde la madurez los prejuicios invaden determinadas edades: “la crisis de los 40”, “a la vejez, viruelas”…  cuando realmente la edad biológica es una cifra que no explica absolutamente nada a nivel individual. Las experiencias de convivencia con familiares o allegados mayores alimentan nuestra imagen previa de un octogenario. Y esas son absolutamente unipersonales. Luego están los estereotipos, las generalizaciones o simplificaciones en las que se incurre habitualmente y que son las que se visibilizan. “A los 80 ya no se conduce” “A los 90 se te va la cabeza” “A los 70 no se puede llevar una empresa”…

La última etapa de la vida es muy complicada de definir. La variedad, más que las semejanzas, caracteriza a las personas mayores y no hay pautas claras y distinguibles de envejecimiento. De ahí que no haya nada más diferente a alguien de 85 años que otra persona de 85 años.

Cumplir años es un fenómeno universal, nos incumbe a todos y cada uno de nosotros y en algún momento todos nos preguntamos cómo envejeceremos. En esa imagen mental que nos formamos aparece, además de la muerte, la enfermedad. Y también los médicos. Ocurre que a ciertas edades (por ejemplo, octogenarios) es más probable que aparezcan determinadas enfermedades, pero eso no convierte a toda persona mayor de ochenta años en un enfermo.

Desde la perspectiva del modelo médico, la asociación entre edad y enfermedad es tal que en muchas ocasiones la persona mayor es atendida como un compendio de enfermedades y un sumatorio de medicamentos. Decía W. Osler, médico canadiense, que “es mucho más importante saber qué tipo de paciente tiene una enfermedad que qué clase de enfermedad tiene un paciente”. Y esto lamentablemente se ha quedado en algo teórico. Más si cabe en un sistema que evoluciona hacia considerar cliente al paciente.

De ahí que continuemos teniendo ejemplos de discriminación por edad en el mundo sanitario, por ejemplo:

No incluir a mayores de “una cifra cualquiera a partir de los 65” en los estudios.

No incluir a personas mayores de cierta edad como beneficiarios de diferentes técnicas o intervenciones médicas.

O a viceversa, considerar que a partir de determinados años sólo puede ingresar en un centro determinado.

No se trata de negar u ofrecer irremediablemente una opción a alguien por tener una determinada edad, se trata de valorar individualmente la capacidad, funcionalidad y deseos de cada individuo, entre otras muchas cosas, para tomar conjuntamente la mejor decisión posible.

La edad biológica no debería condicionar nada a nivel individual. Y sin embargo como podéis leer, lo hace. Y tiene un nombre: edadismo o ageísmo.